miércoles, abril 24

UNA CONFUSIÓN INGLESA

por  Fernando Sánchez Zinny

Se dice que Buenos Aires dormita de espaldas al río. Pero no es verdad, vive mirándolo con ansiosa indolencia y cultivando una nostalgia pertinaz por lo que hay más allá de las aguas “color de león” y del mar en que desembocan. No en balde somos porteños y nuestro anecdotario está lleno de imágenes de inundaciones y de barquitos pintados amarrados en la Boca, aparte del par que decora el escudo.  No en balde, además, la ciudad prosperó siempre en la inmediatez de esa margen barrosa y aún hoy, dos de los tres millones de habitantes  de la ciudad viven no lejos de ella, en una franja litoral que se extiende desde Retiro hasta Núñez y que se interna desde la costa y sus añadidos no más de diez, de quince, de veinte cuadras.
Desde Retiro hacia Núñez quiere decir en dirección al Norte, migración perpetua que nos caracteriza y que ya inició en su tiempo Garay, cuando trocó el originario Parque Lezama por la Plaza de Mayo; justamente, River Plate, el de la franja roja, ha seguido con notable adhesión esa tendencia generalizada, marcando, además, con visible cuidado el mantenerse cercano al cauce fluvial que le da nombre: nació en La Boca, se mudó a la Recoleta –Tagle y Alvear, hoy Libertador– y finalmente asentó sus pertenencias en el bajo Núñez, donde el Monumental ocupó la cabecera exterior del antiguo Hipódromo de Belgrano, junto a los rieles del entonces Central Córdoba, más allá de las cuales se extendían las cenagosas malezas de la costa.
Pero no dijimos, por asociación, Mar Dulce, Mar de Solís o río Jordán,  dijimos “River Plate”. ¿Qué es eso? ¿Qué quiere decir River Plate? La respuesta salta enseguida, muy verdadera y muy falsa a la vez: River Plate es la traducción en gringo de Río de la Plata, lo que es cierto sólo a medias: en realidad es el nombre que dan los ingleses a nuestro río, pero no es traducción –Silver river lo sería, en todo caso–, sino un nombre nuevo inventado por ellos y por ellos difundido mediante sus mapas, de uso universal entre los marinos.
Es un caso muy curioso que viene arrastrándose hace cuatro siglos en la cartografía naval, que aparece ya en viejos portulanos, en remotas cartas de marear con una rosa de los vientos en un extremo y un mofletudo Eolo en el otro. Es sabido que por reserva o por desidia, los españoles no eran muy activos en la confección de mapas, por lo que habitualmente los que circulaban entre los navegantes –en especial desde el siglo XVII– mayormente eran holandeses e ingleses, y su influencia en la toponimia posterior ha sido considerable, de lo que da cuenta, sin ir más lejos, el “Banco Inglés” que el propio río contiene.
Es evidente que hubo una confusión, quizá no arbitraria y ya insalvable. La secuencia es fácil de imaginar, aunque no deja de ser hipotética: un hombre de mar, letrado y ducho en establecer coordenadas celestes, le pregunta a otro hombre de mar, simple trabajador de cubierta y aparejo, cómo se llama este río raro cuya margen opuesta no se ve. Y el segundo contesta, seguramente con mala fonética, “de la Plata”. El primero tomó nota y procuró transcribir correctamente la palabra: puso plate, que en el idioma de los maullidos significa “plano”, “chato”. Luego debe haber corroborado el dato, al menos con sus sentidos: aguas barrosas, escasa profundidad al punto de dificultar la navegación y extensión enorme; no dudó, pues, que ésa era la denominación, dado que resultaba congruente con lo que observaba.
Resulta por demás paradójico: se le dio a nuestro río un nombre de fantasía, que no pocos chistes lleva a cuestas a lo largo de centurias. Se llama de la Plata sea por suponer que remontándolo se arribaría a las minas fabulosas situadas en tierras del Rey Blanco –casi con certeza, el cerro de Potosí–, o acaso para animar a la chusma aventurera con la expectativa de hallar ingentes riquezas. En cambio, la denominación inglesa es singularmente escueta y exacta; en efecto, el río es plano, chato, “planchado”, una inmensa capa de aguas superficiales cuyo fondo discurre a pocas brazadas. Un viaje en avión a Montevideo, en día de buen sol, muestra algo que desde el aire parece un esbozo de pantano, sin más que algunas líneas más oscuras cada tanto, que revelan los lugares de mayor calado. Mucho más descriptiva se nos presenta la versión sajona; nuestra consagrada expresión constituye, en rigor, una metáfora cuyo sentido total, en el momento de su invención, es posible que se nos escape, sin que apenas nos quede un ligero vínculo con lo legendario, con lo poético.
Esas confusiones fonéticas en las transcripciones no son infrecuentes. En la tradición española, cape Horn –por el holandés descubridor– se convirtió en “cabo de Hornos”, relacionado con el aspecto de los grandes morros que vigilan el tempestuoso fin del mundo. Un relato inglés de la primera de las invasiones da cuenta de lo arduo que fue cruzar el “río Chuelo” tras la destrucción del puente de Gálvez. Hay otros ejemplos famosos pero corresponden a lugares demasiado distantes; el más extremo de los arrecifes en que finaliza la península de la Florida hacia el Sur es el Cayo Hueso según la terminología española, que para los anglófonos es Key West, “cayo del Oeste”, en lo que también se acierta ya que es el que más a Occidente entra en el Golfo de México. En fin, el último esfuerzo mayúsculo de España por retener su cuestionada supremacía naval pereció en 1639, en lo que la historia peninsular conoce como “Batalla de las Dunas”: se produjo la derrota en un punto de la costa de Kent llamado The Downs (“los bajos”) que los españoles entendieron como “las dunas”, porque también las hay en ese sitio.

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