jueves, abril 18

FEDERICO MOURA O EL ARTE DE INCOMODAR

por Julián Fava

En medio del desierto que iba dejando la represión despiadada de la dictadura, la década del 80 nacía con la promesa de nuevos aires. Sólo las Madres y algunos grupos artísticos y militantes habían resistido en los primeros años del terror. No muchos más.
Ese impreciso sintagma llamado «rock nacional» no había sido la excepción y naufragaba por entonces en el mar sinfónico de adustos virtuosismos y sinuosos aburrimientos. Ir a un recital era -represión mediante, es verdad- como ir a misa: había que estar calladito y atento.
El 11 de enero de 1981 Virus dio su primer concierto en la Asociación Universal de la Plata. La transformación estaba en marcha y las nuevas olas ya estaban muy cerca de la costa.
Sin embargo, la historia había comenzado -como de costumbre- tiempo atrás. Hijo de un prestigioso abogado y de una madre pianista, Federico había nacido un 23 de octubre de 1951 para convertirse en el cuarto de los finalmente seis hijos de la familia.
Repartía las horas de su infancia y de su temprana adolescencia entre el piano, la escuela y el La Plata Rugby Club. Jugaba de medio scrum, como sus hermanos.
A principios de los 70, su espíritu aventurero lo llevó a abandonar la universidad, donde estudiaba arquitectura, igual que su hermano Jorge (arrasado por la violencia militar). Fueron años de peregrinaje por Londres, Nueva York, París y Río de Janeiro.
Virus nació a fines de los 70. Junto con Mario Serra, Federico había armado en La Plata un grupo punk llamado Las Violetas. Como la banda no prosperaba, partió hacia Río de Janeiro con el fin de diseñar allí artículos de cuero. (También supo montar locales de ropa en Buenos Aires y dicen que le iba muy bien.)
Mientras tanto, en City Bell, Mario fusionaba lo que quedaba de Las Violetas con Marabunta, una banda integrada por Julio y Marcelo Moura más Quique Muguetti. De allí surgió Duro, cuya primera cantante no convenció al resto de la banda. Entonces, a fines de 1980, Julio y Marcelo viajaron con un demo a Brasil con el fin de fichar a su hermano. Federico, sin siquiera escuchar las pistas, dio el sí.
Los primeros años de Virus fueron de marcado rechazo por parte del público y de genuina provocación por parte de los artistas.
Federico forjó un arte integral, un reglado descontrol sin más pretensión que la excelencia escondida en mucho más que las despojadas armonías del pop. En septiembre de 1981, fueron recibidos con naranjazos en el festival Prima Rock. Federico las paraba y hacía jueguitos. «A ver si mueven un poco el culo», les doblaba la apuesta. A fines de ese año grabaron su primer disco. «Wadu-Wadu» es un escrutinio corrosivo de 15 breves canciones que van de la sátira y el humor hasta la denuncia social, sin dobleces ni golpes bajos.
Artesano o forjador de nuevas formas de vida, Federico nunca dejó de pensar la existencia como un juego de máscaras y de disfraces. A mediados de 1982, anticiparon su segundo disco, «Recrudece», en una serie de 4 conciertos en el teatro Olimpia.
Estaban dispuestos a romper con lo dado hasta entonces (y hasta hoy quizá). Los músicos hicieron catorce cambios de vestuario: y hasta llegaron a jugar al fútbol arriba del escenario. La puesta escena estuvo a cargo de Lorenzo Quinteros y las coreografías a cargo de Alejandro Cervera.
Con «Agujero interior», su tercer disco, la popularidad empezó a remontar un poco. Con «Relax», el cuarto aún más. La fama llegó en 1985, con «Locura». Después vendrían las giras por Latinoamérica. En eso también fueron pioneros. Sin embargo, nunca llegaron a ser aceptados del todo por el ambiente: sufrieron más de un desplante de colegas y, ni qué hablar, del «periodismo especializado». Eran los años de la fluidez subjetiva e intelectual de la patota cultural alfonsinista. Para esos escribas, Virus era «frívolo» y unas cuantas pequeñeces más.
Más de un gran empresario de rock les huyó en los inicios. Algún periodista aficionado al tedio no se animaba a llevarlos a tocar en vivo en los primeros años de la democracia. Y Federico seguía: arquitecto del lenguaje y de los shows, impostor de una elegancia irritante, corría los límites de lo real una y otra vez.
Fue un personaje de Fassbinder. Sabía sin remilgos que la transformación estética encierra un compromiso ético. Y lo practicaba.
Roberto Jacobi, artista y sociólogo, fue el otro arcano en las sombras. Encargado de las letras por orden de Federico, mezcló sexo y drogas con Hegel, Lacan o Prigoyine. En el medio, se encargaban de poner el dibujo de un trasero masculino como tapa del disco, al que llamaban someramente: «Superficies de placer».
El resto lo sabemos. El HIV se lo llevó temprano del baile. Era la madrugada del 21 de diciembre de 1988. Lo cuidaba su madre. Él le silbó un tango y se durmió. Nosotros lo seguimos extrañando.

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