martes, octubre 15

COSA DE NEGROS

por Luz Azcona

Por regla general, como se sabe, nadie es profeta en su tierra pero, eventualmente, las dotes del emigrante despiertan mayor interés en el suelo ajeno. La trayectoria de Cayetano Silva, sin embargo, constituye uno de esos ejemplos que demuestran que el talento no garantiza prestigio ni reconocimiento cualquiera sea la tierra a la que lo lleve el azar o la voluntad.
La mayoría de los argentinos aprendió en la escuela primaria el nombre del creador del himno pero pocos saben, en cambio, quién compuso la marcha «San Lorenzo», pese a conocer de memoria su letra y el episodio que la inspiró.
Tampoco trasciende demasiado el hecho de que es considerada una de las cinco mejores partituras militares del mundo y estuvo presente en importantes momentos históricos. En 1911, por ejemplo, el gobierno inglés solicitó autorización para ejecutarla durante la coronación de Jorge V, y en 1953 para la coronación de Isabel II.
Además, los cambios de guardia del mismísimo palacio de Buckingham se llevan a cabo al ritmo de esta marcha, que es parte del repertorio de bandas en países como Uruguay, Brasil o Polonia y fue tocada en París durante la Segunda Guerra Mundial por los alemanes que atravesaban el Arco de Triunfo.
A modo de desagravio, Dwight Eisenhower también indicó su ejecución en la misma ciudad con la llegada del ejército aliado (y alguno con el oído entrenado quizás se percató de que esta es la marcha que suena en uno de los pasajes de la película «Rescatando al Soldado Ryan»).
Cayetano Silva es el nombre del músico y compositor detrás del prodigio. Nació el 7 de agosto de 1868 en Maldonado, Uruguay, y murió 52 años después, un 12 de enero, en la ciudad argentina de Rosario, en la más completa indigencia, deprimido y olvidado, sin poder legarles nada a su viuda ni a sus hijos.
Mientras la miseria caía sobre su familia, su obra se hacía cada vez más famosa en cuarteles y escuelas del mundo entero pues lamentablemente, marcha y autor siguieron caminos separados. Lo que sucedió fue que, apremiado por necesidades económicas, Silva vendió los derechos de su composición por la ridícula suma de 50 pesos.
Para empeorar el cuadro, si bien Silva había dirigido más de una banda de la policía, se le negó sepultura en el panteón del organismo de Venado Tuerto por ser de raza negra, de modo que fue sepultado sin nombre hasta que en 1997 sus restos fueron trasladados al Cementerio Municipal.
En la actualidad la Marcha de San Lorenzo es casi nuestro segundo himno. Según cuenta la leyenda, fue compuesta por Silva en un banco de plaza santafecino y ejecutada por primera vez con su violín frente a su esposa, en su casa.
El autor se la dedicó al entonces ministro Pablo Riccheri, quien la declaró Marcha Oficial del Ejército. Y para la letra convocó a su amigo y poeta mendocino Carlos Javier Benielli.
En ella se hace referencia al combate de San Lorenzo del 3 de febrero de 1813, escenario de la contienda que San Martín llevó a cabo en territorio argentino contra los realistas y que constituyó el bautismo de fuego de sus famosos granaderos a caballo.
La escena tuvo lugar cerca de la ciudad de Rosario. Un grupo de 250 españoles había desembarcado y se instalaba en el Colegio de San Carlos cuando fue sorprendido y atacado por los granaderos, que finalmente los obligaron a retirarse.
El combate duró apenas unos cuantos minutos, pero en un momento aciago el caballo del general se cayó aplastándole una pierna. En cuestión de segundos una bayoneta enemiga se aprestaba a atravesarlo, y fue entonces cuando otro negro como Silva, el sargento post morten Juan Bautista Cabral se interpuso para protegerlo. Por esto, la marcha tiene el propósito de exaltar tanto a San Martín como al valiente sargento Cabral, que dio su vida por el Libertador.
Pero febo no asomó para Silva, que murió sin dimensionar los alcances de su obra y sin haber recibido ningún tipo de reconocimiento.
Su viuda, que había quedado sumida en la absoluta pobreza y había tenido que esperar más de cuatro años para recibir una pensión modestísima, probablemente también murió sin sospechar que casi un siglo después la rítmica marcha que alguna vez había escuchado en la cocina de su casa daría la vuelta al mundo, y que habría calles e incluso un teatro que llevarían el nombre de su esposo.

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