viernes, mayo 3

CORTÁZAR SEGUN LILIANA HEKER

Encuentros y desencuentros a 40 años de su muerte

La escritora Liliana Heker, que a fines de los 70 protagonizó un recordado contrapunto con Julio Cortázar desde las páginas de la revista cultural El ornitorrinco a propósito de las razones que empujaron al exilio de escritores durante la última dictadura militar, evoca ahora en un texto escrito especialmente para Télam los vaivenes por los que atravesó su relación con el autor de «Rayuela», al que rescata como un hombre tímido y entrañable, «el amigo mayor con quien he discutido, el escritor excepcional que me sigue deslumbrando».

A continuación, se reproduce el texto completo de la autora de «El fin de la historia» y «Zona de clivaje».

Una nota por los cuarenta años de su muerte, escucho por teléfono. El dato me sobresalta: me instala ante un prócer de la literatura, cristalizado y distante. Rechazo la imagen; para mí Cortázar sigue siendo un escritor en movimiento; único, renovado cada vez que vuelvo a leerlo, discutible por momentos, entrañable siempre, diversa e intensamente ligado a mi historia.

Me encontré con él por primera vez a los diecisiete años, del mejor modo en que una se puede encontrar con un escritor: a través de sus cuentos. Me deslumbró y, nueva como era en el oficio, me reveló una manera desconocida de valerme del lenguaje coloquial. Era 1960; pese a haber publicado ya dos libros antológicos, Cortázar, salvo para lectores empedernidos, era casi ignoto en Argentina. Por una crítica que le hizo Abelardo Castillo en El grillo de papel a su excepcional tercer libro, «Las armas secretas», Cortázar se hizo amigo y colaborador permanente de nuestra revista. Una azar dichoso que atesoro: en El grillo N° 4, donde se publicó el primer cuento que escribí en mi vida, se daba a conocer esa pequeña joya cortazariana que es «Continuidad de los parques». En 1963, la condición de Cortázar viró dramáticamente; de “autor ignoto” pasó a ser “escritor sagrado”. ¿La causa del milagro? «Rayuela», novela que traspasó ampliamente los límites de la lectura; cualquier quiosco que se abría se llamaba Rocamadour, cualquier chica, a falta de borsch, se enchastraba con lo que tenía a mano para parecerse a la Maga. En una palabra, Cortázar se puso de moda y lo que más se exaltaba de «Rayuela» era eso de tener que mover sus páginas de acá para allá para avanzar en la lectura.

Nunca me gustaron los fanatismos: le hice una crítica en El escarabajo de oro en la que ponderaba todo lo excepcional que, para mí, tenía y tiene «Rayuela», y cuestionaba el “autoritarismo” de Cortázar al proponer un orden para leerla; básicamente, yo argumentaba que todo lector es libre de leer un libro en el orden que se le ocurra, y que 25-123-41, si esa secuencia nos es impuesta, no es menos orden que 1-2-3-4. Y me enojaba con la sugerencia de un lector macho (el que leía «Rayuela» en el orden propuesto por Cortázar) y un lector hembra (el que la leía de manera secuencial). Mi crítica fue bastante revulsiva; me condujo casi a la crucifixión. Tiempo después, en una carta en la que me retaba por algunos errores tipográficos de un cuento suyo que acabábamos de publicar, Cortázar, encantador como era habitual, me decía: “Terminada la violenta persecución al coleóptero (que naturalmente se trepó al techo y desde allí me mira tan tranquilo), quiero decirle que (…) incluso cuando usted se negó a aceptar todas las casillas de mi rayuela, sentí que lo hacía con mucha inteligencia (…) aunque no creo que esa inteligencia le haya mostrado todos los accesos que quizá haya a ese libro”.

Para mi demorada alegría, cuando se publicó la correspondencia de Cortázar, leí en una carta suya de 1963 dirigida a su editor y amigo Francisco Porrúa “La chica (se refiere a mí) se enoja (…) y por ahí dice muchas cosas que están bien. De todos modos es la crítica más atenta y minuciosa que he leído hasta ahora. Prefiero eso a los ditirambos epistolares que me llegan y que a lo sumo prueban que sus autores andan a la caza de dioses, Y yo, como dios, che…” (29 de octubre, 1963).

Lo conocí personalmente en 1973, durante la primera visita pública que hizo Cortázar a Argentina. Pude (pudimos los de la revista) conocer de cerca su timidez y -cuando se soltó- su humor absurdo e irresistible que ya nos había maravillado en sus ficciones. Cortázar acababa de publicar su novela «Libro de Manuel» y donó los derechos de autor a la CGT de los Argentinos, una encomiable agrupación sindical. En esa época de extrema politización, cierta militancia y varios intelectuales, pienso que con un esquematismo equivalente al de aquellos que lo habían endiosado años atrás, lo cuestionaban -y de yapa a su literatura- por “vivir en París”. La crítica se ensañó con «Libro de Manuel».

Yo escribí sobre la novela en El escarabajo de oro. Como había sucedido con «Rayuela», también en este caso fui contra la corriente. Defendí la novela sobre todo como acto político. A Cortázar, como era de esperarse, lo puso contento mi opinión. Me lo dijo antes de irse de Buenos Aires, mientras tomábamos whisky en su departamentito de la calle Maipú.

Volvimos a encontrarnos y a charlar en París, en 1978. Después vino la polémica, más tarde una rápida visita suya a Buenos Aires, en la que le prometió a Castillo que muy en breve volvería y ahí charlaríamos. Pero lo que muy en breve ocurrió fue su muerte. Como se puede advertir en esta rápida síntesis, nuestro vínculo no fue liso, pero sí entrañable. Este es el Cortázar que guardo para mí, el amigo mayor con quien he discutido, el escritor excepcional que me sigue deslumbrando. El hombre altísimo y tierno que una mañana, cuando yo estaba durmiendo en el hotel más pobre que debía existir en toda Francia, consiguió hacerme sentir la mujer más rica del planeta. Me despertó el teléfono; atendí. Era su voz inconfundible que me decía: “Abrigate, Liliana; en París está haciendo mucho frío”.

 

 

 

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