EL ALMA QUE CANTA
Por Elsa Maluenda
En el verano de 1926 en una casa del barrio de Saavedra la partera profetizó que el niño que había traído al mundo sería un privilegiado. Lo bautizaron Roberto, en honor a un hermano de su padre, conocido pianista y compositor de tango, muerto unos meses atrás.
El presagio se cumpliría. Su privilegio sería el oído musical que desde niño lo distinguió. Gracias a eso, con una armónica y una vieja guitarra prestada, empezó a tocar las primeras melodías. Su amigo Juan Carlos cuidaba un puesto de diarios donde conseguía cada semana la revista “El alma que canta”, una publicación que divulgaba las letras de los tangos y valses de moda.
Con ese tesoro entre las manos cantaban a dúo en el umbral de la casa de Roberto, que había aprendido mucho con los discos de Gardel que son...