
Oscar Agustín Alejandro Schulz Solari, conocido en el mundo artístico como Xul Solar, volvió a pisar suelo argentino en 1924, tras doce años inmerso en la vibrante escena cultural europea. Su regreso a Buenos Aires significó mucho más que una simple mudanza; fue el retorno de una mente inquieta que había absorbido las transformaciones radicales que el arte estaba experimentando en ciudades como Londres, París, Múnich, Florencia y Milán durante y después de la Primera Guerra Mundial.
Aquel periodo convulso, conocido como la «Gran Guerra», y los años intermedios hasta la siguiente gran conflagración del siglo XX, fueron testigos de una generación de artistas que, inmunes a la disciplinada marcha de la vida militar, optaron por desafiar las normas establecidas y derribar dogmas conservadores. El arte que produjeron fue etiquetado por los regímenes autoritarios, particularmente por el nazismo, como “arte degenerado”. Sin embargo, estas expresiones desafiantes no sólo sobrevivieron la censura y la represión, sino que cimentaron un legado que revolucionó para siempre la idea del arte y su función social.
De regreso en la Argentina, Xul Solar traía consigo un vasto equipaje cultural: cerca de 100 pinturas hechas durante su estancia europea y 229 libros que daban cuenta de sus amplios intereses, desde literatura y filosofía hasta misticismo y ocultismo. Su reencuentro con su tierra natal estuvo acompañado por su amigo y colega Emilio Pettoruti, con quien compartía el objetivo de imprimir una nueva impronta en el arte argentino. Esta propuesta de renovación no fue recibida con entusiasmo inmediato; la indiferencia y el desconcierto marcaron las primeras exhibiciones. Pero Xul, con su habitual optimismo y convicción, enviaba una postal en la que profetizaba: «Haremos un gran golpe».
Xul Solar se destaca por ser una figura única, una mezcla insólita entre vanguardista y renacentista, alguien capaz de caminar por las calles parisinas envuelto en un poncho celeste y blanco junto a pintores consagrados como Picasso y Modigliani, mientras cultivaba un profundo interés por el ocultismo, que lo llevó a entrevistarse con el enigmático Aleister Crowley. A través de Crowley, descubrió los secretos del «I Ching» o «El libro de las mutaciones», una fuente inagotable de inspiración sobre la incertidumbre y el cambio.
Este artista no solo pintaba, sino que también soñaba con la fraternidad y la igualdad entre los hombres. Su visión trascendía el lienzo: anhelaba la unidad americana y, como parte de su compromiso con esa utopía, intentó crear una nueva lengua, el neocriollo, que representaría un puente cultural en pos de la integración regional. Hoy, décadas después, esas aspiraciones encuentran cierta concreción en políticas de integración y desarrollo que buscan consolidar una identidad común en América Latina.
La pintura de Xul Solar es un universo en sí mismo, rebosante de signos, símbolos y mensajes cifrados que invitan a una lectura profunda y multilayer. Un misticismo esperanzado atraviesa sus obras, que combinan una espiritualidad tangible con la alegría y el misterio. Sin embargo, bajo esa superficie de optimismo, subyace una sombra de angustia, reflejo de su lectura de Kierkegaard y de su propio sentir humano.
Kandinsky, en su libro «De lo espiritual en el arte», definió al artista como «un sacerdote de la belleza», y esta descripción encaja perfectamente con Xul Solar, siempre que se entienda que la belleza para él no era un simple artificio estético, sino una manifestación necesaria y auténtica de una vida interior profunda. La belleza era el resultado de un trabajo constante sobre el alma, un proceso de autodescubrimiento y expresión que evitaba el narcisismo vacío.
Tal como Kandinsky sostiene, el artista debe cuidarse y profundizar en su interior para que su talento tenga un sentido verdadero y no sea solo una máscara sin sustancia. En ese sentido, la obra de Xul es un espejo de sus meditaciones, visiones, ideas, esperanzas y decepciones. Lejos de predicar dogmas o fórmulas simplistas, Xul ofrecía «fórmulas» en un sentido matemático, abiertas a múltiples interpretaciones, llenas de enigmas que desafían cualquier lectura cerrada o los didactismos contemporáneos.
El artista no erigió un púlpito desde donde lanzar verdades absolutas, sino que se ubicó como un guía espiritual que, con humildad, buscaba hacer visible lo invisible. Paul Klee subrayó en su tiempo que «el arte no reproduce lo visible, sino que hace visible», y esa máxima describe con precisión la misión de Xul Solar.
Durante la inauguración de la primera muestra de Pettoruti en Buenos Aires, Xul describió a sus colegas locales con una mirada esperanzada y crítica: reconocía en ellos los gérmenes de un arte propio y auténtico, surgido no de la imitación externa ni de los circuitos comerciales internacionales, sino de la raíz misma de la comunidad artística argentina. Defendía a los rebeldes que, antes de negar lo ajeno, afirmaban su identidad. Una postura valiente y necesaria para despojarse de servidumbres estéticas y elaborar un lenguaje propio.
Así, Xul Solar y su generación marcaron un antes y un después en la historia del arte argentino. El misticismo, la búsqueda intelectual y la voluntad de innovación que trajeron desde Europa no sólo impregnaron sus propias obras, sino que abrieron caminos para generaciones futuras. La historia los juzgaría como pioneros que supieron escuchar el latido de un mundo en crisis y responder desde la creación con una voz auténtica y plural.
En definitiva, su regreso en 1924 no fue la conclusión de un viaje, sino el inicio en Argentina de una revolución silenciosa y profunda en el arte, la cultura y el pensamiento, que hasta hoy sigue inspirando y desafiando a quienes enfrentan los enigmas de la existencia humana y su expresión creativa.
