miércoles, diciembre 31

«ROCAMBOLE Y EL JARDÍN DE LOS FANTASMAS» EN EL CULTURAL RECOLETA

El Centro Cultural Recoleta, bajo la curaduría de Natalia Famucchi, despliega “Rocambole y El Jardín de los Fantasmas”, una muestra que propone una inmersión acaso contradictoria: por un lado, la evidencia documental de una práctica gráfica fuertemente vinculada a la cultura popular del rock; por otro, la presencia íntima y solitaria de pinturas y acuarelas que revelan una genealogía personal, una trayectoria hecha de mutaciones, reapropiaciones y silencios. La exposición no busca cerrar una biografía ni consolidar una leyenda: más bien, abre un terreno para volver a pensar la figura de Ricardo Cohen —Rocambole— como un autor que se mueve en los intersticios entre lo público y lo secreto, entre la subcultura y la formación académica.

El traslado de ese repertorio gráfico, nacido en la rabia y la celebración de escenarios y fanzines, al ambiente institucional del Recoleta produce de por sí un primer gesto interpretativo. En el pasillo de la Sala 13, los trabajos ligados a Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota aparecen como documentos de una época en la que la imagen y la música se inventaban mutuamente. Las carátulas, afiches y bocetos exhibidos conservan la potencia de un diseño que que contribuyó a construir un imaginario. Allí están los signos que acompañaron la voracidad de multitudes y la devoción de fans, piezas que funcionaron como emblemas de pertenencia y que hoy, en su condición de objetos museográficos, plantean preguntas sobre la circulación estética y el paso del tiempo.

Al franquear la sala, el visitante se topa con otras presencias: pinturas y acuarelas que traccionan la exposición hacia un plano menos testimonial y más íntimo. En esas obras, dispersas entre las Salas 13 y 14, se percibe un pulso distinto al que exigía la gráfica de conciertos: una poética del detalle, una exploración formal que dialoga con la tradición académica sin renunciar a la extrañeza. Aquí Rocambole no es únicamente el autor de una estética rockera, sino un dibujante que arma y desarma personajes, que los coloca en un “jardín” poblado de seres que parecen venir de otras cronologías. En este sentido, Natalia Famucchi sugiere, con precisión curatorial, que la saga de Rocambole “comienza mucho antes del Jardín de los Fantasmas”: el que se exhibe es un reencuentro, a veces incómodo, entre criaturas que han madurado, mutado o desaparecido.

Hay en la muestra una tensión productiva entre archivo y ficción. Las piezas documentales testimonian procedimientos —plumillas, tintas, collages— y a la vez funcionan como vestigios de una cultura de la resistencia: la contracultura que se configuraba en los setenta y que encontró en ciertos creadores visuales aliados estratégicos. Por contraste, las obras que pueblan las salas permiten leer la trayectoria de Cohen como una investigación sostenida sobre la forma y la representación: acuarelas que exploran la transparencia y la mancha, pinturas en las que la figuración se descompone hasta devenir signo inquietante. Esa doble condición —gráfica de rock y obra pictórica— compone un relato complejo sobre la circulación de imágenes en Argentina y sobre las maneras en que un artista puede habitar mundos paralelos sin renunciar a la coherencia interna.

La exposición también ofrece la posibilidad de pensar a Rocambole como figura docente. Su formación en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de La Plata y su extensa trayectoria en la enseñanza (desde 1984, con cátedras en dibujo y seminarios de animación) aparecen como factores decisivos para comprender su producción. La práctica pedagógica no es un simple dato biográfico: es una dimensión que atraviesa la obra, un ejercicio constante de relectura y transmisión que explica, en parte, la claridad y solidez de su lenguaje visual. Enseñar dibujo, animación, diseño, dictar conferencias y talleres son acciones que dialogan con su labor creativa y que explican cómo su trabajo pudo permear no solo el circuito del rock, sino también ámbitos académicos y culturales.

El recorrido expositivo enfatiza, además, la capacidad de Rocambole para moverse entre lo popular y lo culto. Su seudónimo, tomado de un viejo folletín, condensa esa mezcla: evoca la literatura barata y el melodrama popular a la vez que remite a una sensibilidad ilustrada y reflexiva. Esa doble filiación se observa en las piezas que integran la muestra: imágenes que remiten a la oralidad de conciertos y afiches, y otras que remiten a una práctica pictórica rigurosa, atenta a la historia del arte y a la experimentación formal. Esa convivencia es, quizás, la principal tesis no escrita de la exhibición: la cultura popular no cancela la profundidad y la tradición académica no impide la irreverencia.

Un punto relevante que atraviesa la curaduría de Famucchi es la noción de diálogo entre personajes y entorno. Las criaturas que habita Rocambole —bichos, figuras híbridas, rostros que esconden y revelan— son puestas en relación con un paisaje sombrío que remite tanto a la ciudad como a un imaginario interior. Es en esa puesta en escena donde la exposición recupera su dimensión literaria: un jardín poblado de fantasmas que, lejos de ser mero accidente formal, funciona como dispositivo narrativo. No se trata de mostrar una serie de buenos trabajos, sino de articular una mitología personal que permite leer las piezas como episodios de una saga larga y contradictoria.

La trayectoria de Ricardo Cohen reúne hitos que la muestra regresa a recordar: su reconocimiento por la tapa de disco (premio Rock & Pop en 2004 por la mejor tapa en 40 años de rock nacional), su labor en animación para conciertos y cine, sus cursos y conferencias. Todos esos elementos se exhiben no como trofeos, sino como eslabones de un recorrido. La selección curatorial evita la hagiografía: no pretende mitificar, sino cartografiar. Y en ese mapa, lo relevante no es únicamente el éxito, sino la constancia de una práctica que atraviesa décadas sin repetirse mecánicamente, sino reinventándose.

En el montaje en el Cultural Recoleta, el uso del pasillo y las salas responde a una estrategia narrativa: la secuencia permite al visitante transitar desde lo más visible —la gráfica de los Redonditos, que tiene un anclaje social claro— hacia lo más privado y contemplativo —las acuarelas y pinturas—. Ese desplazamiento se parece a una lectura en la que los signos populares funcionan como puerta de entrada y las obras más introspectivas se revelan como destino. El tránsito también obliga a reconsiderar el soporte y la escala: la gráfica, muchas veces concebida para ser reproducida y distribuida, adquiere el aura del objeto único; la pintura, por su parte, que suele reclamar intimidad, se muestra con la autoridad del arte instituido.

En sus palabras, la curadora invita a ver la muestra como un reencuentro entre criaturas que “quizás ni siquiera se validen entre sí”. Esa observación sitúa la exposición en una zona de fricción productiva: la obra de Rocambole no es homogénea y no pretende serlo; por el contrario, se beneficia de su heterogeneidad. Es esa diversidad la que beneficia al recorrido, porque obliga al espectador a ensamblar conexiones, a aceptar ambivalencias, a completar narrativas incompletas. La exposición no oferta respuestas fáciles; ofrece fragmentos para recomponer una figura multifacética.

Más allá del carácter biográfico o institucional, “Rocambole y El Jardín de los Fantasmas” plantea una reflexión más amplia sobre el lugar del autor en la cultura argentina. En el cruce entre contracultura y academia, Rocambole aparece como representante de una generación que supo construir signos capaces de atravesar clases y campos simbólicos. Su obra interpela la idea de frontera entre alta y baja cultura y muestra cómo, en Argentina, ciertos creadores han tejido trayectorias que desafían las categorías convencionales.

La exposición, además, funciona como archivo vivo: pone en circulación materiales que permiten a investigadores, estudiantes y público general confrontar prácticas y periodos. Para quienes hicieron del rock un rito sociocultural, las piezas ligadas a Patricio Rey actúan como reliquias; para quienes estudian la enseñanza del dibujo y la animación, la figura de Cohen es un caso de compromiso intelectual y pedagógico. Ese carácter poliédrico convierte al Recoleta en un lugar de encuentros posibles: entre generaciones, disciplinas y discursos.

En el cierre del circuito, permanece la sensación de que lo exhibido no intenta agotar un universo, sino ofrecer claves para seguir explorándolo. La curaduría de Famucchi decide no domesticar la obra, y ese gesto honesto permite que las piezas conserven parte de su misterio. Como en todo jardín poblado de fantasmas, hay sombras que resisten total sedimentación: algunos personajes maduraron, otros mutaron, algunos se disolvieron, según la propia curadora. Ese relato de mutaciones es, al fin, la historia de un artista que supo convivir con la paradoja de ser a la vez productor de imágenes masivas y artesano de una iconografía íntima.

“Rocambole y El Jardín de los Fantasmas” se presenta como una invitación a volver sobre lo ya visto y, quizá, a descubrir rincones inéditos de una obra extensa. La muestra devuelve a Ricardo Cohen la condición de figura inasible: ni exclusivamente rockero ni exclusivamente académico, sino creador plural cuya obra resiste, con insistencia, la clausura de las etiquetas. En el reencuentro propuesto por el Centro Cultural Recoleta, las criaturas de Rocambole continúan su diálogo —a veces áspero, a veces melancólico— con una cultura que no deja de reinventarse.

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