por Irene Lebrusán Murillo
El deseo por agradar a los demás, de ser querido solo por existir, puede llegar a suponer una carga insoportable. Para algunas personas, ser considerado “majo” será esa gran piedra que marque el día a día, impidiendo transformarlas en personas infelices si no son amadas desde el momento en que entran en la habitación y disparando sus inseguridades hasta límites dañinos para ellos y para quienes les rodean. La necesidad de gustar a ajenos puede dominar la vida e interferir en la relación con los propios. Esta necesidad de gustar puede adquirir diferentes manifestaciones, siendo más común y más visible la necesidad de que nuestro físico (la primera impresión) sea agradable ante cualquier mirada. Y eso pesa.
Con la vejez, el miedo a no gustar adquiere otro cariz. Es más fuerte en las mujeres que en los hombres, y es también más duro, más difícil para las primeras; lo vemos en el cine, en la publicidad, en las redes sociales, donde el ideal de hombre maduro, con sus canas y arrugas de sabiduría, supone un nivel extra. Las mujeres, por lo contrario, parecen perder puntos cada día que pasa. Hace poco vi alguna publicación de Instagram donde hombres de atractivo no existente criticaban el aspecto de Pamela Anderson debido a su edad y negativa a usar maquillaje. Criticaban el paso del tiempo. Desconozco la necesidad de gustar de estos hombres, pero a estos desde luego no les importaba “ser majos” en este medio. Los sentimientos de la mujer criticada, sin duda, tampoco.
La edad parece ser un factor clave en esto del gustar y está muy asociada al atractivo físico. Cuando los hombres pueden estipular su ideal de edad en potenciales parejas afectivas (o sexuales), se concentran en edades mucho más tempranas que las propias; así, un estudio de OkCupid apuntaba que los hombres tienden a enviar mensajes con mayor frecuencia a mujeres más jóvenes que ellos, incluso ignorando a mujeres de su misma edad y aún más si son mayores que ellos. Socialmente no está tan mal visto si son ellos los “maduros”; los matrimonios/relaciones intergeneracionales (y es que lo son, también dentro del matrimonio hay intergeneracionalidad, aunque nos chirríe el concepto) no nos causan tanto revuelo cuando la edad superior la presenta un hombre. Pensemos en relaciones como la de George Clooney y Amal Alamuddin, o la de Clint Eastwood y Dina Ruiz. No nos sorprende tanto; no recibe tanta atención. Podemos intentar a la vez recordar lo infinito que se ridiculizó a Cher o a Madonna por tener interés en amores más jóvenes que ellas o, en tierra patria, a Sara Montiel por casarse con un hombre 35 años menor que ella. A Bertín Osborne le criticaremos (criticarán) por muchas cosas, pero no por salir con mujeres más jóvenes.
Esto tiene un significado muy amplio, profundo, pero parte de ello está en la valía asociada al cuerpo y a la edad, a la edad del cuerpo que habitamos. La sensación, la mía (que puede no ser compartida, claro), es que la disociación entre el cuerpo y el ser (quién eres, cuánto vales para los demás cuando nos objetivizan) es mayor en la mujer. Quizá es lo contrario; es mucho menor, porque se asume que un cuerpo ajado equivale a una persona ajada, no valiosa. Prescindible, incluso. El cuerpo se convierte así en una especie de materia inerte, desencantada, y por lo tanto maleable a voluntad, de modo que la cirugía estética pasa a ser aceptable y, en algunos entornos, incluso exigible. Sobre ello escribí hace un tiempo.
Como aquí la clase socioeconómica importa e impacta, e incluso nos exige de forma diferente, en el caso de las mujeres que envejecen en entornos más desfavorecidos, la exigencia no pasa por la cirugía, sino por la “invisibilidad” o una mayor exigencia de adaptación comportamental a esa edad impuesta externamente. Es decir: teñirse el pelo de determinados colores, la ropa, la actitud, incluso, deberá adecuarse a lo que consideramos propio en una “señora de edad”, lo que supone limitar la forma de actuar, de parecer, de ser. No se les permite “desbarrar” llevando una minifalda por muy estupendas que sean sus piernas. Incluso si esas piernas son tan estupendas que son capaces de sostenernos y de llevarnos a montañas lejanas, que es, al final, lo que podemos exigirle a unas piernas para que sean estupendas. Que lo que se nos olvida de los cuerpos es que no tienen función de parecer o de agradar al de fuera, sino de sostener a quien somos; al de dentro.
En definitiva, el cuerpo en la mujer fue eternamente una carcasa desleída, desposeída en realidad (o dispuesta para la posesión por parte de otros; se me ocurren varios debates al respecto) y en la vejez es, además, un espacio del que alejarse. Si las mujeres siempre nos sentimos alejadas de nuestros cuerpos, en la vejez la distancia puede convertirse en infinita. Luego están las mujeres sabias, que están hasta las narices de discutir con su cuerpo y deciden hacer las paces a edades avanzadas, teñirse de rosa (o no teñirse) y ya está, se acabó. Reinas estas, infinitas.
