
A inicios del siglo XX, en una Argentina que se debatía entre el miserable y precario trabajo del peón rural y la vertiginosa modernidad urbana, entre la pobreza provinciana y la obscena ostentación de la gran ciudad, surgió una voz que supo acariciar el alma de los humildes. Esa voz fue la de Antonio Tormo, el “Cantor de los Cabecitas”, el hombre que vendió más discos que Gardel y que, sin embargo, fue silenciado por cantar demasiado cerca del corazón del pueblo.
Nacido en General Gutiérrez, Mendoza, en 1913, Tormo fue hijo de inmigrantes valencianos y creció entre viñedos y toneles. Aprendió el oficio de tonelero, pero su destino estaba en la música. En los años 30, formó parte de La Tropilla de Huachi Pampa, un grupo pionero del folklore radial, donde cantó a dúo con Diego Canales. Su voz de tenor, cálida y aterciopelada, pronto se convirtió en un emblema de la música cuyana.
Con la llegada de “El fogón de los arrieros” a Radio El Mundo, Tormo y su grupo llevaron el folklore a los hogares de todo el país. Pero fue en 1950, con la grabación de “El rancho ‘e la Cambicha”, que alcanzó la consagración: cinco millones de copias vendidas, el mayor éxito discográfico de la historia argentina hasta entonces.
Su repertorio hablaba de amores sencillos, de la vida rural, de la madre, del linyera, del río. Canciones como “Amémonos”, “Mis harapos” o “Puentecito de mi río” eran postales sonoras de una Argentina profunda, muchas veces ignorada por las élites culturales. Pero en 1955, tras el golpe de la autodenominada Revolución Libertadora, Tormo fue prohibido. Su cercanía con el peronismo y su identificación con los sectores populares lo convirtieron en blanco de la censura. Durante casi tres décadas, su voz fue silenciada en las radios y disquerías.
Aun así, su figura sobrevivió en la memoria afectiva de millones. En 1976, reapareció en el filme El canto cuenta su historia, y con la vuelta de la democracia en 1983, fue finalmente reivindicado.
En sus últimos años, Tormo recibió múltiples homenajes: fue declarado Ciudadano Ilustre de San Juan, Benefactor de la Cultura Cuyana, y hasta grabó con el grupo de rock Karamelo Santo, en un gesto de puente generacional.
Murió en 2003, a los 90 años, pero su voz sigue viva en cada rasguido doble, en cada evocación de la tierra adentro. Porque Antonio Tormo no fue solo un cantor: fue un símbolo. Un hombre que, con su guitarra y su garganta, supo decir lo que muchos sentían y pocos se animaban a cantar.
