jueves, marzo 28

CÁTULO CASTILLO: EL POETA DEL ABISMO

Por Adrián D`Amore

Los tangos de Cátulo Castillo, que aún siguen derrotando al almanaque, destilan la porfía de un quijote bohemio. Cátulo fue muchas cosas. Tal vez para encontrar la respuesta final a una pregunta repetida. Boxeador, músico inspirado, gremialista, periodista, amigo de los pungas, lector de manos, hacedor de cartas natales y amante de los perros, su vida polifacética no logra enmascarar la angustia existencial que palpita en su obra de poeta genial.

Ovidio Cátulo González Castillo nació el 6 de Agosto de 1906 en Buenos Aires, hijo del dramaturgo José González Castillo, militante anarquista que sufrió la represión gubernamental y debió arrastrar a toda su familia a un exilio de pobreza en la chilena Valparaíso. De regreso, a los ocho años, Cátulo comenzó a estudiar violín e ingresó en el Conservatorio. Allí recorrería luego toda la escala docente hasta convertirse en su director.

Durante su adolescencia conoció para siempre a Homero Manzi y a Sebastián Piana y comenzó a componer. Algunas de aquellas creaciones musicales llevan letra de su padre, como «Organito de la tarde», «El aguacero» y «Silbando», tango que fuera grabado por Carlos Gardel al igual que otros suyos, como «Caminito del taller», «Aquella cantina de la ribera» y «La Violeta». A la par, disputó 78 combates en la categoría Pluma, conquistando el Torneo Argentino de Box.

Tras la muerte de su padre, un Cátulo treintañero se volcó definitivamente hacia las letras. En sus tangos, su interpelación al destino sobresale por encima de una recurrente pátina evocativa.

«¿Dónde estará mi arrabal? ¿Quién se robó mi niñez?», se pregunta en «Tinta roja», «¿Dónde está el aljibe, dónde están tus patios, dónde están tus rejas?», clama en el vals «Caserón de tejas».

«¿Tras de qué sueños volaron? ¿En qué estrellas andarán?» se interroga sobre las voces que ayer llegaron y pasaron y callaron por el «Café de los angelitos».

Esa actitud desesperada ante el paso del tiempo y ante la pérdida (en el amor y en la vida) condensaría una línea nítida que incluye tangos esenciales como «Una canción» y «Anoche» hasta «Desencuentro» y «El último café». Como escribiera el periodista Julio Nudler, «esos tangos de la desesperación, impregnados de sensualidad y de filosofía, construyen el último apogeo poético del género, irguiéndose por encima de sus contemporáneos».

En el centro de aquella progresión, como eje y pivote de la etapa, brilla el que José Gobello catalogara como «el último tango clásico»: «La última curda». Era 1956 y, a la salida de aquellos años en los que el hondo bajo fondo del barro de la patria ya se había sublevado, Cátulo cambia sus viejas preguntas por oscuras certezas.

 En diálogo espectral con el fueye, ya sabe que «es todo, todo tan fugaz». Por eso, el discepoliano «Desencuentro» concluye años más tarde que «hasta Dios está lejano» y que «ni el tiro del final te va a salir».

«Estuve y estoy junto a lo popular por gestación, frecuentación y devoción por el pueblo y sus auténticos voceros», proclamó alguna vez. En ese derrotero, fue presidente de SADAIC y de la Comisión Nacional de Cultura durante el segundo gobierno de Perón. Trabajó como periodista en los diarios El Líder, El Nacional y Última Hora. Fue autor de obras para teatro, radio y televisión.

Su cancionero incluye colaboraciones con grandes del tango entre los que destacan Pedro Maffia, Anselmo Aieta, Enrique Delfino, Elvino Vardaro, Osvaldo Pugliese, Charlo y, por supuesto, Aníbal Troilo, con quien escribió éxitos como «María», «La última curda», «La cantina», «A Homero», «Y a mí qué», además de algunos de los ya citados.

Cátulo Castillo expresa una ciudad que ya no es. Aquella que aun centellea a la hora de la siesta en las películas argentinas en blanco y negro. Donde el muchacho de la barra saltaba triunfante del barrio al centro, con el ritmo cansino y sin apuro de aquella época. Donde los bares nunca duermen, la amistad es religión y siempre hay tiempo para un último trago. Sin embargo, Cátulo gambeteó la decadencia invariablemente sepia de las postales.

Porque su obra perenne aun escarba en un hueso que nos duele a todos. ¿Qué hacer cuando la felicidad se nos escurre por las calles del adiós? Lúcido, el periodista Jorge Göttling respondió en una entrevista: «mis ancestros alemanes hubieran necesitado tres tomos de cientos de páginas para decir lo que Cátulo sintetizó en una línea: `La vida, es una herida absurda`».

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