viernes, abril 19

UN VIAJE AL FIN DE LA NOCHE

por Julieta Grosso

Durante los treinta años que su madre permaneció desaparecida, la periodista Marta Dillon aprendió a digerir esa ausencia -condenada a la incerteza por el aparato represor de los 70- y a disimular el hueco de la pérdida con esa cuota de amnesia que reclama todo pacto con la cotidianidad, transformada en una secuencia de duelo suspendido que terminó en 2010 con la aparición de los restos óseos y obró como el disparador de la novela «Aparecida».
Marta Taboada era abogada, militante y madre de cuatro hijos. Fue secuestrada por la dictadura y su destino final fue una incógnita hasta que la persistencia del Equipo Argentino de Antropologí­a Forense (EAAF) logró dar con su cuerpo y reconstruir sus últimos pasos: había sido asesinada en un simulacro de enfrentamiento junto a otras tres mujeres y dos hombres, en uno de los cinco tiroteos fraguados que tuvieron lugar en la zona de Ciudadela entre el 30 de enero y el 3 de febrero de 1977.
No fue fácil sopesar los alcances del hallazgo cuando uno de los antropólogos se lo confirmó al otro lado del teléfono: un océano viscoso de alivio, estupor y angustia recorrió a Dillon durante largas horas que fueron en definitiva la síntesis de tantos años de silencio. La noticia tenía, como narra en «Aparecida», la capacidad de «comprimir el tiempo, como si se pudieran aplastar más de treinta años entre dos palmas, como a un mosquito»
«Chasquido de huesos, bolsa de huesos, huesos decarnados sin nada que sostener, ni un dolor que albergar. Como si me debieran un abrazo. Como si fueran míos. Los había buscado, los había esperado. Los quería», relata la escritora en este texto descarnado y luminoso al mismo tiempo, que entreteje la crónica y la autobiografía con la ficción para hacer coincidir la memoria subjetiva con la social.
«En principio lo que te genera enterarte de que han aparecido los restos es una terrible extrañeza que se funde con un reclamo muy fuerte del afuera para que haya un cambio concreto, esa cosa de que ‘ahora podés hacer el duelo’. Sí, es una buena noticia la recuperación de los restos pero a la vez es la confirmación de la muerte y eso te lleva a preguntar ¿qué significa esto si yo ya sabía que estaba muerta?», explica Dillon.
«Todo ese proceso termina con la escritura, que me permite dejar de arrastrar con mi madre como si tuviera ese deber de memoria, de ponerle palabras a su ausencia y estar siempre alerta para que nadie dañe su recuerdo. Es también separarme de la suerte de ella, tener la conciencia de que mi destino es otro y de que tengo derecho al olvido. Hoy me siento de alguna manera más liviana», confiesa.
Nunca más precisa la noción de restos ligada a la del hallazgo del cuerpo. El destino final de Marta Taboada dejó de ser una incógnita gracias a la identificación de unos pocos fragmentos dispersos. Como una licencia retórica, las partes designaron al todo y precipitaron las preguntas, algunas de orden ontológico, otras instrumentales: ¿Qué es un cuerpo? ¿qué conservan de aquello que quisimos unos cuantos huesos? ¿es lo mismo un esqueleto completo que unas cuantas piezas óseas? ¿cómo y dónde la mataron?
«Aparecida» (Sudamericana) registra el duelo en perpetuo suspenso, la paciencia agusanada por la falta de certezas que anida en esa gradación macabra entre muerte y desaparición que condenó a las familias de los ausentes a iniciar una pesquisa sigilosa para reconstruir los últimos resquicios antes de que el aparato estatal de exterminio se devorara las identidades y ocultara los cuerpos.
«Es realmente perversa la idea de la desaparición: te roban a la persona amada y también la posibilidad de hacerle a la muerte un lugar en la vida cotidiana para alojar el dolor y en especial el duelo compartido -explica Dillon-. En la desaparición, en cambio, uno no sabe en qué momento se produjo la muerte y ni siquiera puede medir cuándo tomó conciencia de que esa persona no va a volver».
«Todo esto ha generado una rotura de la trama social bien poderosa, ya que esta trama no se arma solamente con las personas vivas sino también con las muertas, con los homenajes y las inscripciones en los cementerios -señala-. Al haber sustraído los cuerpos, llevó mucho tiempo volver a tejer los puntos sueltos, además de lo que significa la desaparición como maltrato o muerte desatendida. Las personas que caen en el marco de una lucha generan nuevos discursos, que fueron los que se robó la dictadura».
Dillon desmonta también ese dispositivo complejo instaurado en 1976 que implicó distintos grados de complicidad civil, porque como cuenta en la novela «los represores terminaban su trabajo en la esquina y después empezaba a trabajar la burocracia».
«Las desapariciones ocurrieron porque habí­a un Estado, con toda su máquina burocrática y su banalidad, pero también escribientes que registraban la cantidad de cuerpos que habían entrado, prácticamente a la luz del dí­a. Paradójicamente, así como esa burocracia permitió ocultar, años más tarde posibilitó el encuentro con los cuerpos», subraya.
Al desgarro de crecer sin madre, la autora de «Vivir con virus» sumó la incomodidad de no poder explicar ante sus pares las razones de esa ausencia. La muerte se vuelve legible cuando hay un cuerpo inerte que atestigua su paso: durante años, ella y sus tres hermanos fueron privados de esa materialidad que permite empezar a habitar la pérdida, integrarla de a poco al entretejido cotidiano.
Hay en «Aparecida» un contrapunto de registros que opera como paliativo para atenuar la carga dramática del relato y al mismo tiempo describe la métrica que le permitió a la escritora desplegar una vida compatible con ese compás de espera diseminado a través de los años: así conviven la lengua aséptica de los forenses cuando enumeran la tipologí­a de los rastros hallados con la traza poética que evoca a la madre ausente y las anécdotas del pasado cercano vinculadas a su vida matrimonial con la realizadora Albertina Carri.
El retrato que Dillon hace de Marta Taboada no admite disputas entre el rol materno y la militancia. No hay reclamos a la vista: «Me hubiera gustado enojarme un poco más con mi madre pero nunca pude hacerlo. De todos modos hubo muchos ires y venires en la comprensión de lo que significaba su militancia, de pensar que las mujeres hací­an las cosas mucho más por amor que por otra cosa», concede.
Dillon fija en el libro su propia posición como madre -«la maternidad es una demencia si una no conserva algo de egoí­smo», dice casi al pasar-, atravesada por la relación que entabló con la suya, tan delimitada y configurada por la ausencia, pero también por sus propias búsquedas y militancias como activista femenina e integrante de la agrupación H.I.J.O.S.
«La individualidad que somos como mujeres nos permite abrir caminos para que los hijos encuentren su propio destino. Esos arquetipos edulcorados que te ponen a la maternidad como quien deja todo en función de los hijos lo único que generan es culpa y frustraciones. A mí me signó la corta relación que tuve con mi madre: por un lado porque en el tiempo que estuvo conmigo supo inscribir en mí­ el lenguaje del amor, de ese amor tan carnal como es el de la maternidad, pero también porque me transmitió esa imperiosa necesidad de ir detrás de tu propia historia», concluye Dillon.

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