martes, abril 16

EL INCORREGIBLE CHICO DE FLORES

Por Mario Casalla

Fue en una casa de Flores al sur donde nació este porteño de cuna, argentino de alma y latinoamericano por decidida convicción. En ese mes de enero de 1921 Buenos Aires no sólo ardía por la temperatura de un verano tórrido, sino también por el clima político, económico y social que vivía el país.

Hipólito Yrigoyen estaba terminando su primera presidencia, pero ese gobierno -de indudable origen nacional, popular y democrático- daba ya signos evidentes de agotamiento y de contradicciones.

Al jurar el cargo de Presidente había dicho, «No he venido a castigar ni a perseguir, sino a reparar», pero en el mes que nacía Ramos, el coronel Varela ya estaba haciendo de las suyas por la Patagonia (trágica) y diferentes huelgas en el campo y en las principales ciudades del país eran demostrativas de que la Semana (también trágica) de enero de 1919, no había quedado del todo atrás.

Esa grieta, esas contradicciones dentro del propio campo nacional, se daban también en el seno del hogar Ramos-Gurtmann. El papá (Nicolás), siguiendo la línea de su propio padre, era de pensamiento anarquista, mientras que su mamá (Rosa), simpatizaba con Yrigoyen. Cuentan que ésta -con su hermana Elisa- lo habían visitado en la mítica casa de la calle Brasil para pedirle trabajo y que lo consiguió; por eso tampoco es de extrañar que en 1930 -llevando de la mano esta vez a su hijo Jorge Abelardo, de apenas 9 años- cruzara en lancha a la isla Martín García y visitara al viejo caudillo, allí prisionero, para solidarizarse en la desgracia.

A los primeros mítines políticos, en cambio, lo llevó su tío Abraham Gurtmann (hermano de Rosa) quien -como recordará luego uno de sus discípulos, Julio Fernández Baraibar- se ufanaba de ser «el socio Nº 3 de la Cooperativa El Hogar Obrero» y todos los 1° de Mayo iba con Jorgito a los actos del Partido Socialista.

Fue seguramente del papá Nicolás (separado luego de Rosa) de quien heredó el Colorado esa combinación de rebeldía y desparpajo que lo hiciera inconfundible, tanto entre amigos como entre ocasionales adversarios.

Cuando uno repasa los muchos proyectos (intentados o realizados, ciertos o atribuidos, a ese niño de Flores que hoy hubiera cumplido 90 años), cómo no pensar en aquél padre anarquista que, a la manera de un personaje de Roberto Arlt, imaginaba poder socavar el sistema capitalista distribuyendo dólares falsos en la calle Florida; o que anunciaba una todavía inexistente máquina de hacer ravioles, con cuyos numerosos pedidos luego no pudo cumplir.

Tengo para mí que sólo combinando -en debidas dosis homeopáticas, claro- aquel histrionismo de papá Nicolás, con el amor y lealtad a lo popular de mamá Rosa, más la militancia blindada del tío Abraham y agregándole, eso sí, varias cucharas soperas de inteligencia penetrante e intuitiva, es posible (acaso) obtener ese producto inconfundible llamado, Jorge Abelardo Ramos.

Atravesó como un rayo siete décadas de la vida política argentina del siglo XX y ya hace dieciocho años que se lo extraña. En estos últimos, con más fuerza aún. No vamos ahora a hablar de su vasta obra escrita, pero hay algunos puntos claves en el pensamiento de la Izquierda Nacional que inspiró, que valen la pena recordar: 1) haber conectado adecuadamente la cuestión nacional con la cuestión social; 2) haber pensado lo social en términos de lucha clases, pero también como pueblos en complejos procesos de liberación nacional; 3) haber comprendido originalmente entonces -desde el marxismo y sus variantes ideológicas- a los movimientos populares de liberación y a los partidos políticos latinoamericanos de cuño popular (el peronismo, por caso, en la Argentina).

Por aquellos años Ramos era un predicador (al estilo de Raúl Scalabrini Ortiz o de Arturo Jauretche), un polemista de fuste que protagonizó memorables debates, tanto con la derecha como con la izquierda del espectro político argentino. Y por cierto también con su interlocutor permanente, el peronismo.

Por esto mismo aquel chico de Flores sigue siendo un interlocutor de primer nivel, cuando de pensar sin anteojeras se trata.

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