viernes, abril 19

SANTO ANARQUISTA

Por Vanina Escales

 La historia del 14 de noviembre de 1909 comienza mucho antes, el 1° de mayo de ese año en Plaza Lorea, y no sólo es el «sangriento epílogo» de la Semana Roja, sino también el comienzo de la vida del «Santo del anarquismo», un muchacho de 18 años llamado Simón Radowitzky.

Ese 14 de noviembre a las 12.15, un Milord conducido por el cochero italiano José Ferrari llevaba dos pasajeros: el coronel Ramón Lorenzo Falcón y su secretario Juan Lartigau. Iban por avenida Quintana y Callao.

«De pronto, bruscamente -escribe David Viñas en su relato de los hechos- desde una de las veredas de la plaza, corre un hombre por detrás del carruaje. Viste de negro y se ha quitado el sombrero. Lleva un paquete apretado al pecho, el pelo se le agita sobre la frente, pega cuatro o cinco zancadas y logra ponerse a la altura del estribo. Hace un violento ademán y el bulto oscuro traza una parábola en el aire y cae en medio del jefe de policía y de su secretario. Los dos parecen desconcertados y apenas si atinan a manotear esa mancha negra que se ha desplomado entre sus piernas.

 Pero un estampido tremendo, con un fuego casi blanco estalla. Todo parece temblar y deformarse en ese rincón apacible de la ciudad. Y los dos cuerpos caen fofamente entre las ruedas del coche por el medio del boquete que se ha abierto en el piso».

Los pasajeros sobrevivieron algunas horas. Simón Radowitzky corrió hacia el bajo pero lo alcanzaron; trató de suicidarse disparándose al corazón después de gritar «¡Viva la anarquía!». Pero sobrevivió al impacto de la bala.

Ya detenido, intentaban aplicarle la ley marcial cuando descubrieron que era menor. Lo que no evitó que lo condenaran a pasar 21 años en el presidio de Ushuaia -la mitad en confinamiento solitario- sometido a castigos brutales como torturas y violaciones. Pero ni uno solo de esos castigos puso en jaque la dignidad o las convicciones del preso.

El indulto de Yrigoyen con la condición de que no permaneciera en el país lo condujo primero a Uruguay y más tarde, en 1936, a España, donde se sumó a la Columna Durruti. Tras la derrota, en 1939 partió a Francia, y desde allí le escribió a su amiga Salvadora Medina Onrubia, comunicándole que, luego de un período en un campo de concentración francés, se encontraba a punto de partir hacia México donde trabajó en una fábrica de juguetes y ayudó a los refugiados antifascistas que llegaban de Europa.

La de Falcón es una historia de represión obrera demasiado larga. En 1907, cuando los inquilinos fueron a la huelga con el apoyo de la FORA, comandó los violentos desalojos. En pleno invierno, los bomberos con sus mangueras de alta presión arrojaron agua helada a las familias. También hubo disparos de armas reglamentarias, uno de los cuales dio en el joven Miguel Pepe. Con la Ley de Residencia como una de las primeras medidas represivas estatales, deportaron a muchos extranjeros involucrados.

Un tiempo antes del atentado de Radowitzky, la revista Caras y Caretas hablaba de la creación del «sistema Bertillon» para hacer retratos hablados y facilitar el trabajo policial. La prueba de eficacia de tal técnica era su adopción entre «los miembros del congreso antianarquista celebrado en Roma».

La noticia, significativamente, era publicada poco después de los asesinatos del 1° de mayo en Plaza Lorea donde, comandada por el coronel Ramón Falcón, la policía disparó indiscriminadamente a la multitud reunida por el Día de los Trabajadores cuando ésta ya estaba desconcentrándose. El saldo fue decenas de muertos y heridos. Luego de este episodio se declaró la huelga general.

En los retratos de Caras y Caretas se aclaraba la nacionalidad de las víctimas, en consonancia con el espíritu de la Ley de Residencia y a un año de que se promulgara la Ley de Defensa Social. Las imágenes mostraban veredas ensangrentadas, policías, niños llorando, detenidos, sombreros perdidos, muertos.

Simón Radowitzky vengó a sus compañeros y, luego de la bomba de Quintana y Callao, nunca más habló de Falcón. Los anarquistas se referían a él como «Simón, un niño grande».

«Era un alma sencilla y sincera -dice Lucce Fabbri-, sin complicaciones ni `complejos`, que salía del infierno con la misma profunda honestidad y con el mismo amor confiado por sus semejantes con que había entrado en él: un alma milagrosamente invulnerable.

Me parecía el resultado de una fuerza interior, madurada en el sufrimiento, que había luchado para volver intacto a la gran familia de los que luchan por la libertad».

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