jueves, abril 25

EL ALMA QUE CANTA

Por Elsa Maluenda

 En el verano de 1926 en una casa del barrio de Saavedra la partera profetizó que el niño que había traído al mundo sería un privilegiado. Lo bautizaron Roberto, en honor a un hermano de su padre, conocido pianista y compositor de tango, muerto unos meses atrás.

El presagio se cumpliría. Su privilegio sería el oído musical que desde niño lo distinguió. Gracias a eso, con una armónica y una vieja guitarra prestada, empezó a tocar las primeras melodías. Su amigo Juan Carlos cuidaba un puesto de diarios donde conseguía cada semana la revista “El alma que canta”, una publicación que divulgaba las letras de los tangos y valses de moda.

Con ese tesoro entre las manos cantaban a dúo en el umbral de la casa de Roberto, que había aprendido mucho con los discos de Gardel que sonaban en el fonógrafo de su madre, quien los escuchaba mientras trabajaba lavando y planchando ropa para mantener a sus dos hijos pequeños.

Había quedado viuda y desde entonces no tenía descanso, pero, pese a las dificultades económicas, cuando llegaba Roberto con los amigos de la barra a la hora de la merienda nunca faltó la leche, el mate cocido ni el pan con manteca, ese manjar humilde.

De Saavedra nunca se fue y tal vez su fantasma siga rondando por la esquina de Melián e Iberá donde tuvo su sede el club “El Tábano”. Ahí, a los 17 años conoció a Luisa (Lua para Goyeneche) quien fue el amor de su vida.

“A mí el sol me hace mal, yo soy amigo de la luna”, decía, ¿se habrá enterado el Polaco que luna en portugués se dice lua?

No le gustaban las entrevistas ni los viajes, se sentía tan incómodo en Nueva York donde cantó en el Carnegie Hall como en París que lo recibió en el Chatelet. Prefería mirar a Buenos Aires desde el nido de un gorrión, un pájaro que no llama mucho la atención pero al que cualquiera reconoce. Una Buenos Aires que recorrió también como chofer de taxi y colectivero.

En ese pequeño mundo de 20 asientos una noche lo escuchó cantar Justo José Otero, representante de la orquesta de Horacio Salgán, quien un par de años más tarde lo contrató.

La noche del debut, el otro cantor de la orquesta, Angel “Paya” Díaz, recibió con un abrazo a ese muchacho rubio, vestido con el impecable traje negro comprado con el dinero que Salgán le había dado y, en ese mismo acto lo rebautizó preguntándole a modo de bienvenida: “¿Cómo te va, Polaco?”

Después vendrían años de trabajo y de amistad incondicional con Troilo. “Hay que contarle al público, no cantarle porque de cantar se encarga la orquesta” le dijo Pichuco y así nació un estilo que respetaba las letras y sobre todo a los poetas tan admirados. Un estilo que Pichuco supo describir muy bien: “Vos cantás los puntos y las comas”, le dijo. Y así era.

Detenerse a escuchar cualquiera de las grabaciones que se conservan del Polaco es ingresar al mundo singular que este cantor -se enojaba cuando lo llamaban cantante- construyó en cada verso, en cada estrofa, en cada silencio. Un estilo que él definía así:

“Uno cuando habla, no habla de corrido. A veces, dudás, te trabás, tartamudeás. Empecé a practicar las indecisiones, la gente se da cuenta que esa es la normalidad y no el camelo”.

Como todos los cantores de su generación tuvo que vérselas con esa voz paradojal del Mudo, que cada día cantaba mejor. Pero, Goyeneche sólo tiene de Gardel la inicial del apellido. Supo diferenciarse y llevar su nombre más allá de las fronteras de la tradición y del prejuicio.

Él, que se consideraba un trabajador nocturno, un laburante, fue poseedor de una sensibilidad desmesurada y dueño de un sentido del humor y una generosidad tan sólo comparable a la sencillez con que vivió. Goyeneche, el Polaco, fue y será, nada más y nada menos que el alma que canta.

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